Satisfacción

 


Disculpe

¿Sí?

Se le ha caído.

Uf, muchas gracias.

De nada.

De verdad, muchas gracias, menos mal.

Nada, nada, un placer.

Hasta luego y gracias de nuevo.

Perdone, pero ya que…

¿Qué?

¿Es dinero?

¿Cómo?

Lo que hay en el sobre.

Eh...

Es que es muy abultado.

Sí, es grande.

Está a reventar.

Jeje.

Porque si es dinero, menos mal, ¿no?

¿Qué? No, no es dinero. Pero muchas gracias, de verdad.

No hay de qué, si no es dinero.

¿Cómo?

Que si no es dinero, digo, ¿qué es?

No es.

Sólo por curiosidad...

No es dinero.

Ya, claro. Porque si fuera, sería mucho.

Ya, jeje, ojalá.

Ya ves.

Bueno, pues…

¿Es droga?

¿Cómo?

Porque si es droga, la verdad no quisiera yo ser cómplice de nada de eso, ¿sabe?

¿Qué droga? ¿qué dice?

Es sospechoso.

Pero ¿esto qué es? ¿una broma de cámara oculta o qué? Ya le he dado las gracias. Me ha hecho un gran favor, si llego a dejar por ahí tirada la…

¿La?

El contenido del sobre.

Ha dicho la, así que es una la.

La cosa que hay en el sobre.

¿Qué cosa?

Mire, ya le he dicho que le estoy muy agradecida, pero lo que haya en el sobre o deje de haber es cosa mía.

Y yo le repito que un placer haberla avisado. Pero siempre que no se trate de algo de lo que no me sienta orgulloso haberle devuelto, claro.

Pero ¿qué le importa a usted? El contenido es privado.

Es privado si no estoy siendo cómplice de nada sospechoso.

¿Qué clase de persona se cree usted que soy?

Una persona que pierde sobres abultados en la acera.

No tiene usted ni idea de lo que está diciendo.

Me remito a los hechos. Por mi propio bien, si hubiera alguna cámara oculta, como usted dice, también me ha grabado a mí devolviéndole un sobre que no sé qué contiene y quizás me corresponde saberlo. Por si acaso.

¿Por si acaso qué?

Por si acaso no debiera devolvérselo.

- ¡Pero si ya me lo ha devuelto! Gracias y adiós muy buenas.

No, no, espere.

No le debo ninguna explicación.

Eso espero. Y espero no tener que dar yo tampoco ninguna explicación ante un juzgado.

Pero ¿qué clase de película se está montando? Métase en sus asuntos.

Si usted me inmiscuye en sus trapicheos, considero que son mis asuntos.

¿Qué trapicheos? Por favor, deje de seguirme.

No la estoy siguiendo, yo también tengo que cruzar y el semáforo está en rojo.

Si lo llego a saber…

Si lo llega a saber ¿qué? ¿Deja el sobre en la acera?

¿Cómo voy a dejar el sobre en la acera?

Si prefiere que no la hubiera avisado, tanto no le importará su contenido. O se trata de algo chungo.

¿Qué va a ser chungo? Esto es mío y usted no tiene que decirme qué hacer.

Yo sólo le he devuelto el sobre que se le había caído, pero eso me da algo de derecho a saber qué contiene si me implica.

¿En qué le voy a implicar yo, hombre, por favor? De verdad, vaya tela.

Usted no, el sobre.

El sobre, el sobre… ¡Tome el maldito sobre y ábralo si quiere!

Mire que le tomo la palabra.

Tómemela.

Que lo abro, ¿eh?

Ábralo.

¿Lo abro?

Venga, venga.

Pero, si lo abro yo, me puede denunciar usted por abrir un sobre que lleva su nombre. Es delito hacer eso, ¿sabe?

Pues ya sabrá usted lo que hace.

¿De verdad no me puede decir simplemente qué contiene?

Si se queda más tranquilo, lo abro yo misma.

Hágame usted el favor.

Es que esto es impresionante, vaya. Lo abro sólo para que se calle.

Claro, claro.

Anda, ahí lo tiene, ¿lo ve?

A ver.

¿Qué? ¿Se queda más contento?

Uy, uy, perdone usted.

Pues ya ve.

De verdad, perdóneme, qué vergüenza.

El semáforo ya está en verde.

¿La ayudo a cruzar la calle?

Pero si soy más joven que usted, ¿tendrá valor?

Claro, claro, perdone. Lo siento mucho, de verdad. Jamás imaginé que fuera…

Ande, tire para adelante.

¡Hasta luego, buen día!

Su puta madre a caballo.

Claro, no, si es que… es lo mínimo, ¿qué me va a decir? ¿y qué le puedo decir yo? Que la disfrute.

Ande y que le dé el aire, fresco.

KRADEKK



KRADEKK - Leer número 1 (incluye tiras 1 a 5)








Amigos de interior



Qué difíciles de mantener son
los amigos de exterior.

Si lo consigues, luego te alegras,
son vistosos de lucir y mostrar
con sus flores delicadas
de colores de sol.

Te felicitarán por ello.
Amigos de pétalo lírico
y pistilo refinado
que no admiten el riego
vulgar como sustento.

Me conozco bien, olvidaría
sacarlos a los balcones,
ni hablemos ya de masajearles
el sustrato.

En mi casa, sin galería ni expositor,
me he decantado, prudente,
por el cultivo exclusivo
de amigos de interior.

Los amigos de interior, bien es sabido,
requieren un mantenimiento menos exigente.
Les alimentas cada tanto
y te lo agradecen enseguida.

Con su verde intenso y
su sombra fresca,
en cualquier ubicación
hallan su hábitat.

Nada más verte, despiertan
de su ligero letargo
y extienden sus raíces
profundas en la tierra.

Amigos de hoja fuerte
que no se exponen en concursos
de quién sembró mejor ni de cuántas flores
me has echado esta primavera.


Merry-go-round



If I could choose a thing to be
I would choose a bay window
overlooking the garden.

If I could choose an animal,
I would be a flying one.
Maybe a bee, in extinction,

or a pensive nocturnal owl
flying silent, dodging obstacles,
sleeping in trees.

If only I could choose
what to be at all
I wouldn't even be here,

but out in space
gravitating aimlessly,
crossing a nebula

No matter up nor down,
no matter left nor right.

But I know instead
I'm an earthly thing
with an animal shape,

a merry-go-round horse
that can only do so,
to go round and round

until I yield or give up
to the course of events
that made me choose who I am.


11 de abril de 2018

Los gigantes



El doctor dice que debo anotar todo lo que recuerdo. Como ejercicio. Mi nombre es Emlen. Tengo 112 años, pero el doctor dice que mi mente ya ha echado el ancla y que, pronto, dejaré de recordar toda mi vida hacia atrás, hacia mi infancia, hacia mi primer recuerdo. Por eso tengo que escribir todo lo que recuerdo. Ahora.

Recuerdo estar aquí desde hace mucho tiempo, no recuerdo cuándo llegué. O si me trajeron.

Recuerdo perfectamente el día que conocí a Dandra, mi esposa. Yo observaba el vuelo de los keas salvajes en las montañas. Me gustaba ir solo, a pesar del peligro. Ella llegó una hora después, con amigos. Hablamos y quedamos para volver otro día todos juntos. Volvimos, pero solo ella y yo.

Dandra era la persona más inteligente que había conocido en mi vida. Sabía de pájaros y de muchos otros animales y fieras salvajes, sabía de gigantes, descifraba libros. Y hablaba de una forma tan precisa. Yo quería hablar como ella.

Al principio no me enamoré ni nada de eso, simplemente quería ser como ella, aprender a comportarme de determinada forma cuando había otros delante, decir las palabras adecuadas. Y quería saber descifrar libros. Me parecía lo más importante en la vida. Ella se prestó a enseñarme. Nos hicimos íntimos amigos. Y luego, simplemente, surgió. Encontramos nuestra tierra y nos quedamos allí. Nunca conseguí hablar como Dandra, pero viví con ella. Juntos enseñamos a muchos otros a descifrar libros de gigantes.

No recuerdo qué fue exactamente lo que pasó después. Ahora no está aquí conmigo. ¿Tuvimos hijos? Supongo que algunos tendríamos. Tampoco están.

Recuerdo, mucho tiempo antes de conocer a Dandra, los paseos en barca con Grus y Asio, mis dos mejores amigos de juventud. Tendríamos unos 16 años. Observábamos cómo la gran bola de luz iba desapareciendo detrás de las montañas y llegaba la oscuridad. Cómo cambiaban los colores. Me cuesta describirlo mejor. En mi mente todo tiene sentido, puedo volver a verlos una y otra vez: los colores cambiando sobre el agua. Ojalá pudiera mostrároslos.

El doctor dice que tengo que escribir absolutamente todo lo que recuerdo. Voy a escribir uno de mis recuerdos más preciados. Quizás sea mi mejor recuerdo. Ahora lo es.

Mis abuelos tenían una granja enorme y criaban aquellas majestuosas gallinas rojas ponedoras. Las gallinas eran un animal muy caro, más aún en aquella época. ¡Podíamos comer cuatro con un solo huevo!

El primer ave de mi propiedad fue un periquito, suelen regalar ese tipo de aves a los niños porque son fáciles de domesticar. Aprendí a volar en él. La gente, por lo general -si está en buenas condiciones de salud y peso-, viaja en ave. Habitualmente de noche, en lechuzas. También hay quien viaja de día, en keas (quienes pueden permitírselos). Mi abuelo prefería volar de día, pero no podía aspirar a un kea. Por eso, se convirtió en el primer domesticador de gaviotas, según él. Les enseñaba a marchar con paso ligero y al trote, a planear bajo, a tomar tierra y a iniciar el vuelo despacito.

Uno de los recuerdos más bellos de mi infancia eran los vuelos en gaviota con mi abuelo. Él en su gaviota y yo en la mía, a pesar de que yo todavía era pequeño para montar solo en aves de mayor tamaño. Me enseñó a pilotar mi gaviota para que volara a la par que la suya. Y me regaló mi primer equipamiento de vuelo, como el que usan los adultos, con el traje y la escafandra para el frío y el oxígeno en las cotas más altas. Me quedaba un poco grande al principio.

Recuerdo especialmente uno de nuestros vuelos, porque fue cuando mi abuelo me habló de los gigantes por primera vez. "Eran como nosotros", decía. Exactamente iguales, pero mucho más grandes. Algunos llegaban a medir hasta 400 gro. Y nosotros procedíamos de ellos. 

No he dejado de investigar sobre los gigantes, como afición, durante toda mi vida. Hasta ahora. En algún momento, dejé de ser un simple aficionado y me convertí en un auténtico historiador.

Se han encontrado numerosos restos de gigantes, huesos, en terrenos enormes que al parecer se utilizaban como tumbas colectivas. Ahora las cosas no se hacen así, cada uno se queda en su tierra, y la tierra va pasando de generación en generación. Pronto volveré a mi tierra yo también, quizás Dandra ya esté allí.

Los gigantes -según algunos libros que descifré junto a Dandra- vivían amontonados unos encima de otros y a los lados también, en enormes construcciones de cemento compartidas. No puedo evitar compararlas con jaulas. Imagino discusiones. Ruido. Vehículos inmensos por tierra, mar y aire, repletos de gigantes. En el Museo de Historia de los Gigantes hay páginas enteras extraídas de antiguos álbumes o revistas decorando las paredes, imágenes de la vida en las antiguas tierras. Me produce una gran pereza identificarme con un estilo de vida tremendamente social e invasivo. Algunos tenían sus propios terrenos, como nosotros. Supongo que serían cuestiones económicas o de comunicaciones. Con las aves es distinto.

Nos han dejado grandes conocimientos los gigantes en sus libros. Con la ayuda de mis alumnos he conseguido descifrar, por ejemplo, una buena parte de su sabiduría arquitectónica y agricultora -lo que nosotros llamamos domesticar la tierra-, para que otros puedan seguir estudiándola y poniendo en práctica sus descubrimientos. Los alumnos de Dandra hicieron grandes progresos descifrando libros acerca del inmenso lugar en el que vivimos y de lo que hay fuera. Fue impresionante. Nadie quería creer. Algunos decían que se trataba de un ejercicio de ficción.

También hay ciertas cosas que ya conocíamos, incluso con mayor precisión que los gigantes. Nuestra cartografía, por ejemplo, es bastante superior. Gracias a nuestras aves somos capaces de recolectar gran cantidad de información, hasta el más mínimo detalle, sin tener que hacer una inversión importante para realizar cualquier modificación. Además, la superficie ha cambiado bastante desde aquella era, por lo que hemos podido observar en los mapas más actualizados hechos por gigantes. Ya no hay nombres de tierras, países, continentes. Ese tipo de organización es bastante anticuado. Prácticamente inviable ahora. Las guerras son otro tema. ¡Hay tanto lugar disponible! ¿Por qué habríamos de disputarnos el de otros? Ahora somos más independientes. Individualistas. Cada uno tiene su tierra y su producción. Y si queremos algo que no tenemos, le ofrecemos a quien lo tiene alguna otra cosa de igual valor que pueda necesitar.

En cambio, aún no hemos avanzado tanto como los gigantes en otros campos. Pero el doctor, esta mañana, me ha contado que están haciendo grandes progresos en conocimientos para sanar gracias a las últimas traducciones. Al parecer mi enfermedad tenía un nombre.

Me gustaría poder recordar más de mi vida y de mis descubrimientos sobre los gigantes. Por si nos extinguimos como ellos. Tal vez consigan descifrar nuestras anotaciones los que vengan después.

Por último, no quiero dejar de mencionar que, a ratos, me parece recordar haber visto un gigante vivo. Pero no considero apropiado desarrollarlo aquí porque no estoy seguro de que sucediera.

Estoy muy cansado. ¿Dónde estará Dandra?

Dno Vior


   Nada más salir por la puerta, los pies se le durmieron. Entonces, como de costumbre, se reprochó las malas posturas a la hora de sentarse. No había contado con eso.

   El asfalto rezumaba frío, a pesar de que el aire era inesperadamente tibio a esas altas horas de la noche.

   - Rorr! Cort dec fand? -le sorprendió un vecino.

   - Grall, suss mo diajr! -suspiró aliviado- Taderx na, ciàt dno Vior.

   - Groots bináh, Rorr!

   - Groots, Grall! Vrot jho!

   Grall rió divertido y se alejó cargando el saco de la noche a cuestas. Para entonces, Rorr ya sentía los pies de nuevo, por suerte. Un gran camino le esperaba por delante y solo contaba con una hora para recorrerlo. Taderx na, se dijo. Bratid fandur dno Vior! Pero nadie le oía.

   A lo lejos, las rocas desprendían sombras azuladas. Había tenido suerte, era una noche clara, podía ver el camino por delante. Sus pasos comenzaron a crujir sobre la hierba seca, cubierta de escarcha. La calle, abierta a la naturaleza oscura, serpenteaba a su derecha y descendía en rasante hacia el pueblo, inmersa en luces gélidas.

   La chaqueta roja que había agarrado a último momento, por si acaso, era impermeable. Decidió que era el momento de ponérsela, allá la humedad sería fría. En el bolsillo derecho, un pañuelo de tela blanca, también por si acaso.

   Grall, qué cosas. Quién iba a decir que a esas horas aún estaría cerrando. Tampoco importaba demasiado, no era ningún secreto ir al Vior de noche.

   Con cada avance, el impermeable emitía sonidos plásticos que le hacían recordar aquellas largas jornadas de trabajo cuando apenas era un muchacho y cargaban leña para todo el pueblo en el camión desde mucho antes del amanecer. Su padre era el conductor entonces, y él le acompañaba en el asiento contiguo. Las puertas de las casas, cerradas; las luces, apagadas; la noche desvaneciéndose ante ellos. Los más madrugadores les saludaban al verles pasar: Hoier muwerssan!
 
   Ahora, las primeras rocas azules pasaban a su lado como viejas conocidas, inmóviles. Hoier necherssan, parecían decirle al pasar. Pero él no podía dormir esta noche. Tenía que seguir adelante, atravesar la colina. Menos de una hora le quedaba ya.

   Una mañana, su padre se encerró en la cabina del camión nada más salir de casa. No cruzaron ni una palabra. Ni una mirada. Rorr cargó la leña solo y solo tardó media hora, ya tenía dos años de experiencia. Entró triunfal en la cabina, dispuesto a compartir su pequeño avance, pero encontró a su padre serio, con la vista fija en el pueblo.

   - Hoier muwerssan!-les saludó alegre Vysda, la panadera.

   Solo le contestó una voz, la de Rorr.

   Al llegar al pueblo descargaron en la tienda. Diez minutos tardaron entre los dos, sin mediar palabra. Aquel día vendieron mucha leña, Rorr estaba contento y tenía hambre. Cerraron la tienda y subieron al camión.

   - Rást joor mág? - inquirió su padre, antes de arrancar, y Rorr se sintió herido.

   - Neč! - se apresuró a contestar.

   Para cuando llegó a la cumbre de la colina, le fallaba el aliento. Rorr se reprochó sus años de fumador, como de costumbre. Allá abajo, el Vior helado, como una serpiente de plata. En cuanto recuperó el ritmo de la respiración, comenzó a descender. Después de todo, él era el leñador del pueblo y aún estaba en plena forma. Mañana sería otro día.

   Unos veinte minutos tardó en bajar la cuesta resbaladiza de roca silícea. A unas decenas de metros, la silueta envuelta en negro, ausente a su llegada, observaba el firmamento colmado de estrellas.

   El padre de Rorr había sido leñador hasta la muerte, ni un día dejó de ir a cortar o a vender leña, ni aun enfermo. Ni un día había faltado Rorr tampoco, la leña era un bien de primera necesidad en un pueblo tan frío. La muerte fue piadosa con su padre, esperó a que cerrara la tienda por última vez, pero Rorr tuvo que conducir el camión de vuelta.

   Unas hierbas crujieron bajo sus botas y la silueta negra junto al Vior se giró. Rorr supo que había estado llorando, ningunos ojos del pueblo eran capaces de engañarle a él, y aún menos los de su propia hija. Se sentó a su lado, frente al río mudo. Apenas unos minutos quedaban para la hora en que había que empezar a cargar la leña, pero hoy no le importaba.

   Rást joor mág? habían sido la dolorosa pregunta del padre de Rorr aquella extraña mañana, antes de arrancar el camión de vuelta a casa. El resto del día fue el propio Rorr quien no habló ni miró a nadie. Pero al llegar la madrugada, allí estuvo, cargando leña de nuevo, como cualquier otra mañana. Y ya no se habló más.   

   Rást joor mág?, le había preguntado también Rorr a su hija aquella tarde -«¿tu último día?»-, en un intento por replicar lo que el abuelo hubiera hecho. A estas horas, aún esperaba su respuesta.

   Escasos centímetros les separaban a orillas del Vior helado, y Rorr, que había recorrido una colina en menos de una hora, no era capaz de atravesar ese velo de incertidumbre.

   Unos eternos segundos después, fue ella la que se giró y le miró gravemente.    

   - Ječ. Rást joor -asintió con firmeza.

   Udna se llamaba su única hija. Y a Rorr se le cortó un poco la respiración.


Antes toda yo era campo



Antes toda yo era campo
silvestre y verde,
carne blanda expuesta
a la luz y a los pájaros.

Luego me fui edificando.
Ya tengo techo y habitaciones,
tengo penumbras,
agua corriente y armarios.

Cuando llueve, ya ni me entero.
Cuando hace calor, enciendo el frío falso.
Si sopla el viento, mis cabellos
siguen estáticos.

No me siento, en cambio, tan yo
cuanto más me voy terminando. 


El cometa


Lo supe cuando los wadrontes cabalgaron al ocaso del sol blanco, su carrera desbocada, las cornamentas relucientes, los alientos líquidos por el esfuerzo. El silencio propio de unos seres pausados, inesperadamente interrumpido. Lo supe cuando las bránegas rebosaron magma, y un pausilo dorado se aferró a las rocas, aterrado, en lugar de echar a volar. Lo supe por las corrientes de humo gélido que brotaban de las tundras, transportando semillas de flamperios a terrenos inhóspitos. También lo supe, demasiado tarde, cuando nuestra mhalyo nos hizo cerrar los avistadores y acurrucarnos bajo los soportes de estudio. Y cuando Korgen me miró tranquilo. Él, que nunca mira a nadie.

Me pregunté qué podría haber hecho yo para evitarlo y me contesté que nada. Hice un esfuerzo por recordar las lecciones de la mhalyo para casos de emergencia, pero solo atisbé lejanamente algunas sinfonías de relajación, y murmuré una, en silencio.

Decidí que necesitaba archivarlo por si había continuación, un después. Alguien debería saberlo.

Me icé despacio y alcancé en mi soporte de estudio el ángelus que usábamos para archivar las lecciones de la mhalyo. Korgen ya no me miraba, ahora se percibía en él una expresión desconocida, quizás cierto temor. Él, que nunca teme a nada.

Me deslicé completamente sobre mi recién estrenado recubrimiento de escamas biseladas, hacia atrás sobre el magma negro abrillantado del observatorio estelar, alejándome a cada retroceso arrastrado de los ya inútiles protocolos de protección de la mhalyo. Con el ángelus bien escondido bajo las escamas.

La entrada estaba abandonada.

Salí al exterior y mis escamas se tensaron. Los gases alterados formaban colores aceitosos a ras del suelo. Se mezclaban entre sí y volvían a separarse.

Me puse la escafandra sintética para evitar posibles infecciones. Tenía que archivarlo todo. Encendí el ángelus y me dispuse a registrar los colores cambiantes de los gases. Miré a mi alrededor a través de la escafandra para planear una ruta.

Entonces lo vi. Aparentemente quieto encima de mí, a miles de kilómetros de distancia pero cada vez más cerca. El cometa.

Supe entonces y solo entonces que todo lo que observábamos con la mhalyo era cierto: los wadrontes agitados, el magma en las bránegas, el pausilo que se negaba a volar y las semillas de flamperios, que nunca habíamos visto antes. También supe que tal vez no debería haber salido del observatorio nunca. Pero, si tenía alguna misión en esos momentos, no era intentar baldíamente quedar a salvo. La mhalyo nos había enseñado a protegernos, pero también a observar. Yo era un observador ante todo.

Me dirigí hacia los volcanes ciegos, recortados por el sol blanco, ya oculto. Detrás de mí, el sol rojo, ya bajo, proyectaba sombras alargadas sobre el terreno negro y resbaladizo.

El ángelus también lo notaba, registraba ondas que crecían más allá de los límites del nivel permisible para enseguida descender a las fluctuaciones habituales. Los sonidos y las luces parecían parpadear en frecuencias nanométricas, prácticamente imperceptibles. De una manera inexplicable, ante mí, todo parecía como siempre, pero había algo distinto. Como un zumbido continuo, ignorado hasta entonces, que de repente hubiera desaparecido.

El silencio era amenazante.

Archivé eso.

Archivé cada palmo desolado de mis pasos en línea recta hacia los volcanes que se alzaban contra el cielo rojo y negro. Los gases altos, incoloros a simple vista, impedían ver muchas estrellas en el horizonte lejano, pero el cometa continuaba sobre mi cabeza todo el tiempo, impasible. Archivé su quietud, su pequeñez magnánima que a cada instante parecía menos diminuta, más cercana.

Aceleré en mi recorrido cuando avisté los pozos. El magma apagado era completamente líquido ahora y rebasaba los bordes fundidos de la superficie.

Archivado.

Ni un solo ser con capacidad motriz a mi alrededor. Mis pasos pesados en contraste con el avance fluido de los pozos, los gases altos, el sol rojo y el cometa.

Me tumbé en la ladera que trepaba hacia los volcanes y observé el cometa a través de mi escafandra. Seguía sobre mí, como si una aguja infinita nos hubiera ensartado por el centro para observarnos en conjunto.

No sé cuánto tiempo dormí, pero debió ser mucho, porque al despertar el sol rojo estaba alto y el blanco iluminaba lateralmente las tundras y el observatorio. El cometa había desaparecido.

Regresé al observatorio, pero los soportes de estudio estaban vacíos y los avistadores, abiertos. Oí un lejano griterío arriba y subí hasta el terrado por la trepadora. Allí estaban todos, allí estaba nuestra mhalyo. Extrañada, celebraba que las observaciones no hubieran sido exactas, que el cometa hubiera pasado de largo. Todos vitoreaban sus primeras conclusiones. También Korgen.

Me senté en el borde del terrado, alejado de todos. Me quité la escafandra y miré hacia las tundras, hacia el sol blanco. El ángelus registraba las fluctuaciones habituales en las ondas.

Todos los viernes


Todos los viernes, Vío nos llamaba en el recreo para repartirnos las tareas de la semana. A mí solía encargarme una de las importantes. Por lo general, su relación con nosotros se resumía al terreno profesional, él organizaba las funciones de cada uno y nosotros las realizábamos, el resto del día no miraba a nadie a la cara.

Vío era un chico bastante solitario, no solía salir de la clase en los descansos y nunca llevaba nada para comer, se quedaba sentado en su pupitre leyendo libros gordos repletos de letras diminutas y anotaciones a lápiz en los márgenes. Pero los viernes no tenía que buscarnos, todos conocíamos la cita, diez minutos después del comienzo del recreo, con el desayuno aún en la boca, todos nos dirigíamos hacia el punto de encuentro establecido sin intercambiar una mirada o una palabra. Detrás de la caseta de los servicios, Vío nos estaba esperando, nunca fallaba, pero nunca nadie le había visto caminar hasta allí desde la clase. Entonces comenzaba el pacto, nuestra misión. Una cuartilla para cada uno con varias frases escritas y un silencio absoluto. Luego, cada uno a su lugar.

Mi caso era distinto, de algún modo había conseguido acercarme a él. No sé en qué momento exacto empecé a ganarme su confianza, pero creo que no puede medirse en el tiempo como un momento exacto, más bien fue el resultado de un cúmulo de actos y de gestos cómplices y fortuitos que me había situado en otro nivel distinto a los demás sin planearlo. Al principio, yo era uno más, pero a diferencia de los otros, que acataban sus tareas de forma mecánica, yo había aceptado esa misión por mi interés hacia Vío; así no fue extraño que pronto se diera cuenta de que solo yo le sostenía la mirada cuando me entregaba la cuartilla semanal. Después, mi entusiasmo, que destacaba frente a la rutina con que los otros se disponían a cumplir su trato. Y, finalmente, las leves sonrisas accidentales se tornaron muestras de aprobación.

Ya era habitual que, cuando todos se marchaban a comenzar el trabajo, yo permaneciera junto a Vío, estimando la probabilidad de los resultados obtenidos por mis compañeros para anticipar el planning de la semana siguiente. Vío comenzó a tener en cuenta mis opiniones para completar su esquema establecido, hasta entonces inamovible, perfecto. Me dejó estar con él mientras leía y escribía, mientras se rascaba la cabeza con el lápiz, mientras miraba al infinito y escribía otra vez y leía absorto y, de nuevo, volvía al infinito. Y yo me sentía afortunado. Afortunado de ser el único que podía acompañarle sin distraerle, afortunado de ser su silencio.

Un día rompió su concentración, tenía una duda, necesitaba un punto de vista, mi punto de vista, y yo se lo di. Aquella idea mía fue escrita en uno de los márgenes de su enorme y ajado libro. Y yo me sentí elogiado. En adelante, ya siempre me preguntaba antes de escribir algo definitivo, y me pedía que le leyera mientras él se dedicaba a escribir en el aire las hipótesis que se le iban ocurriendo. Los viernes, yo repartía las cuartillas con él, yo explicaba las misiones con él y no las acataba, las creaba para los otros. Todos dejaron de mirarme cuando les entregaba las cuartillas, y todos contestaban a mis palabras con un silencio absoluto. Pero yo sí miraba a Vío y, cuando nuestras miradas coincidían, me sentía su igual.

Un viernes, siguiendo con obsesión las líneas del enorme tomo, mi inspiración pareció desatarse sin barreras, abarroté unos cuantos márgenes y miré absorto al vacío. Entonces rompí mi concentración, tenía una duda. Pero, cuando miré a mi lado, no encontré a Vío.

En cada recreo, leo enormes tomos, escribo extensas anotaciones en los márgenes y miro absorto al vacío. Cada viernes, ellos llegan puntuales a la parte de atrás de la caseta de los servicios. Nadie parece verme cuando camino hacia allí, pero nunca falto a la cita. Les entrego sus cuartillas y ellos no intervienen en ningún momento, se marchan en seguida a cumplir su trabajo. Me pregunto a veces por Vío, hay días en que necesitaría una de sus opiniones.


______
Relato publicado en el número 3 de la 142 Revista Cultural (octubre 2019)